Pasaron 36 años desde aquélla tarde primaveral de 1974 en que el Negro Mariano me presentó a un flaco desgarbado, risueño y afable. Viajabamos a la fiesta de cumpleaños de una chica muy bonita que vivía en San Antonio de Areco.
El flaco desgarbado resultó ser Fernando Gonzales Rubio.
Por esas cosas mágicas que tiene la vida, inmediatamente nos caimos muy bien y comenzamos una larga charla, que finalizó el sábado 25 de enero de 2010, cuando lo llamé a Madrid, y hablamos unos minutos.
Desde que nos conocimos, no dejamos de hablar. De contarnos cosas, proyectos, sueños, de interesarnos por nuestros gustos en común, las mujeres que nos volaban la cabeza, las penas de amor, la música y el dibujo. Él, decía, prefería el dibujo "serio", refiriéndose a lo que todos conocemos por cómics y dibujos realistas. Yo prefería el humorismo gráfico. Cosa que a él le encantaba y disfrutaba muchísmo.
Aún recuerdo su risa descojonada cuando había algo que le causara gracia. Sea de un dibujo o de alguna circunstancia de nuestra vida cotidiana.
Estoy seguro de que yo lo hacía reír mucho. Juntos nos potenciabamos, y podíamos estar horas riéndonos de todo lo que habíamos vivido juntos, o de todo lo que nos estaba pasando en el presente. La risa era el común denominador en nuestra amistad.
Vivimos muchas cosas, flaco. Hasta fui testigo de aquélla vez que me contaste que ibas a salir con una chica que habías conocido en una clase de pintura.
Esa chica, que era una niña adorable, graciosa y ocurrente, fue Adriana, tu compañera de toda la vida, finalmente.
Y como era una gran amistad, existía un gran respeto.
Nunca creí en eso de escribir después de que un amigo muere, todas las virtudes que esa persona tenía. Como si no fuera una persona de carne y hueso.
Fernando tenía defectos, muchísimos. Como yo los tengo.
Pero él fue siempre muy indulgente conmigo. Y, por ese gran cariño por esa hermandad que sentiamos, yo no podía ser de otro manera con él.
No obstante, estoy convencido de que él era mejor que yo en todo.
Por eso lo admiraba.
Y no es que yo soslayaba sus defectos. Él, con su forma de ser, los tornaba imperceptibles. Fer brillaba, tenía luz propia, y las máculas desaparecían ante tanto brillo.
Era un personaje estando de juerga. No creo que vuelva a reirme como me he reído con él. Jamás.
Por cuestiones de discreción y de cantidad de situaciones, no puedo plasmar aquí las vivencias que tuvimos juntos, pero fueron inolvidables.
Su familia y amigos nos han aguantado contarlas una y otra vez algunas de ellas. Y morir de risa, dando golpes a la mesa desaforadamente por la gracia que nos causaba. Con los ojos lagrimeantes.
Adriana, su mujer, María Marta, su madre y Piru, su suegra, nos han escuchado montones de anécdotas y reir como dos tontos. Sí, definitivamente eran un capítulo aparte nuestras sobremesas.

Cuando se fue a Italia junto a Gustavo Trigo, sentí una gran tristeza, pero no dejé de alentarlo, porque estaba seguro que le iría bien.
Un verdadero salto al vacío. Pero, con veintiún años, no viajás a Europa, te vas, si cuadra, a la luna, como dijo el Negro Mariano.
Y allí fue, como fue haciendo su vida.
No escribía.
Durante mucho tiempo no escribió.
Cuando recibí su primer carta, ya desde Madrid, pues lo echaron de Italia por indocumentado, creí que me moría de la alegría.
Allí me explicaba que, si gastaba en el correo, no podía comprar patatas y huevos. Así fue que tiempo después le tuvo fobia a la tortilla de patatas. Porque creo que las comió hasta en almibar. Una sencilla explicación para decirte: tranquilo tronco, que te echo de menos, pero las cosas están como el culo todavía como para gastar en cartas y gilipolleces. Pero la amistad, sigue intacta. Tranquilo.
Parecía un tipo frio, para el que no lo conocía. Tenía pocas demostraciones de afecto conmigo. Pero, si se le conocía bien, uno se daba cuenta de los detalles: Una sonrisa. Una palmada en la espalda o un revoltijo en los pelos, pasando su mano por mi cabeza, un tono paternal a veces, ya bastaban. Ese era el afecto que recibía de Fer.
Me cuidó mucho, me aconsejó siempre. Me ayudó muchísimo, sobre todo a la hora de tomar algunas decisiones.
Lo acompañé cuando murió Eduardito, su hermano.
Me acompaño cuando murió Francisco, mi padre.
Apoyó mis proyectos, lo hice rezongar mucho con mis locuras. Me ha regañado como a un hermano menor en privado, y en público, me ha defendido como nadie. Ha elogiado mis dibujos, fue exigente como nadie y me ha premiado con su sonrisa.
Cuando estudiaba dibujo, tenía mil dudas, mil preguntas. En una tarde, resolvió tres años de escuela de dibujo.
Por ahí leí que José Gallego aprendió a usar la pluma guillot 303 con él.
Pues, en mi caso, el profe que tenía me enseñaba a usar la Guillot 107. Y no le agarraba la mano ni a palos. "Usá la 303 y listo, me dijo. Y cagate en lo que te dice el profesor, que eso es una mierda. Vas a ver cómo mejoras haciendo esto y esto..."
"esto está muy lindo". Cuando Fer decía esas palabras, el trabajo estaba hecho.
Era una ilusión saber que venía a Buenos Aires. Cuando anunciaba su visita, contaba los meses para volverlo a ver.
Cuando viví en España, fue una gran compañía y un gran consejero, como siempre.
Me cuidaba el dinero, me aconsejaba a guardar las colillas de cigarrillos (en esa época yo fumaba) en una bolsita, para luego con los restos, armarme un cigarrillo nuevo.
Cuando cobré mi primera nómina, me dijo: ojo con esto y aquéllo... Como siempre, un hermano mayor.
Cuando me fui, lo vi realmente triste. No quería que me fuera. Se había hecho a la idea de que ya mi vida pasaba por Madrid, y no volvería a Argentina.
En el aeropuerto, se nos llenaron los ojos de lágrimas, nos dimos un gran abrazo, como siempre, sin estridencias, como era su costumbre, acostumbrado también él a las despedidas en los aeropuertos.
Nos volvimos a ver por última vez en Buenos Aires. Hace unos años. Cenamos juntos, como siempre, los dos solos. Fuimos de copas, hablamos de todo, como era habitual.
Compartí su familia otra vez, en la despedida que siempre hacían con todos cuando volvían a Madrid.
Siempre me hizo sentir su hermano. Y su familia, uno más.
Por eso, el sábado cuando hablé por última vez con él, terminamos una hermosa charla que duró treinta y seis años. Siendo dos hombres, yo con lágrimas en los ojos y tratando de que no se note al teléfono y él, contándome lo mal que se sentía y metiendo alguna broma, en medio de la charla, con la fina ironía de siempre.
Le dije que los milagros existían. Que confiaba en que un milagro ocurriría. Me dijo que este tenía que ser un gran milagro.
Querido Fer, a lo largo de tantos años, he copiado alguna de tus manías y tus picardías, no me salen tan naturales, pero la repetición de conductas hacen que me sean propias:
No doy la mano a mi "hermano" en la iglesia, deseándole la paz. Trato de tener a algún conocido cerca para hacerlo y dar el esquinazo a quien no conozco... Afortunadamente no voy a misa a menudo.
Cuando voy a cenar y somos dos personas elijo la mesa para cuatro personas, diciendo en voz alta a quien me acompaña: "Seguro que vienen estos, no?" Y así me aseguro la mesa grande y no me llevan a la mesa de dos.
Si me invitan a cenar a una casa, si algo no me gusta del menú, digo que soy alérgico, en lugar de decir: esto no me gusta.
Cuando veo un dibujo demasiado complejo y muy empalagoso digo: "ahhhh como me costó dibujar esto ahhhh, mirá qué dificil esta línea... es una mierda". Me enseñabas así a valorar la sencillez y el talento.
En una reunión de amigos en común, hablo poco, y solo lo suficiente. Me despacho cuando solo estoy con la persona que conozco en profundidad y ahí sí puedo contar lo que no es políticamente correcto. Aprendí a hacer comentarios a nivel de "petit café" Me enseñaste muy bien qué es ser prudente. Muy a pesar mio!
En lo laboral, trato, aunque no es lo mio, de meterme el temperamento en el culo. Y recuerdo siempre cuando me decías: "Ese, ese con esa cara de pelotudo, ese inútil, es el que te va a echar a la mierda, no lo provoques. No hagas cagadas."
No he podido aún, discutir con frialdad y con una expresión afable alguna cuestión. Sigo siendo el mismo jetón de siempre. Trato de utilizar la ironía cuando lo amerita, para reirme un poco. Pero nunca me saldrá con tanta elegancia como vos lo hacías.
Mi mundo será un poco más aburrido ahora, ya que voy a extrañar esa charla, que acaba de interrumpirse.
Ahora me queda tu dulce recuerdo. Tu risa inolvidable. Tus palabras, tus dibujos. Tu familia, que seguiré frecuentando.
Como siempre, esté donde esté, vas a estar presente en mis recuerdos. Y en las sobremesas, seguramente habrá alguno que no te haya conocido. Allí voy a contar que eras mi amigo. El mejor.
Que te comías las miguitas crocantes del pan en las sobremesas.
Que hipábamos comiendo pimientos de padrón.
Que eras un atorrante talentoso, sutil, inteligente, gracioso, generoso y bueno.
Cuando nos volvamos a ver, ojalá alguien me recuerde a mi, como yo voy a recordarte a vos.
Para siempre, flaco. Por siempre.
Lo hemos pasado muy bien.